Volvía tranquilo de las cuadras,
cruzando la era agrietada debido a la sequía de aquel año.
Habían sido muchas horas de arduo trabajo y ahora que el sol caía no merecía la
pena apresurarse; de hecho, allí nunca merecía la pena apresurarse.
Entró en el comedor y los huevos
fritos recién preparados perecían sobre aquel hule color marrón. Tras comer, se
enjuagó la boca con vino y salió a regar el vergel de alrededor. Después, se
sentó en el bordillo y provocó una larga espera mientras rellenaba sus viejos
pulmones con el olor de aquél frescor.
Sereno, subió las escaleras de
madera, entró en la habitación y le acarició el pelo durante un largo rato, disfrutando
de aquella aparente seda. Al despertarse, él le ofreció su áspera mano y ella,
adormecida, confiada y descalza bajó las escaleras de la casa hasta llegar al
garaje. No hubo ni un atisbo de conjetura por su parte, quizás porque el sueño
aún dominaba a la pequeña. La sentó en la silla de mimbre y madera y muy
lentamente le fue colocando la cuerda gris, recia y tosca alrededor del cuello.
Dejó uno de los extremos colgando por su pecho, después dio la primera vuelta,
apretó ligeramente y al llegar a la nuca le levantó la melena rubia y siguió
enroscando. En la siguiente vuelta, se aseguro de que no hubiese ningún espacio
respecto a la vuelta anterior, y repitió el ritual, apretó ligeramente y al
llegar a la nuca le levantó de nuevo la melena rubia. Pese a que el cuello de
la pequeña era tierno y fino, ya no hubo espacio para una tercera vuelta, así
que al llegar a la altura de la oreja derecha, sin armarse de valor, porque no
lo necesitaba, dio el apretón final, rompiendo así su virgen cuello e inundando
la sala de aquella melodía escalofriante compuesta por un sinfín de huesos quebrados.