jueves, 4 de julio de 2013

asiento dedicado a la exospección literaria

Volvía tranquilo de las cuadras, cruzando la era agrietada debido a la sequía de aquel año. Habían sido muchas horas de arduo trabajo y ahora que el sol caía no merecía la pena apresurarse; de hecho, allí nunca merecía la pena apresurarse.
Entró en el comedor y los huevos fritos recién preparados perecían sobre aquel hule color marrón. Tras comer, se enjuagó la boca con vino y salió a regar el vergel de alrededor. Después, se sentó en el bordillo y provocó una larga espera mientras rellenaba sus viejos pulmones con el olor de aquél frescor.
Sereno, subió las escaleras de madera, entró en la habitación y le acarició el pelo durante un largo rato, disfrutando de aquella aparente seda. Al despertarse, él le ofreció su áspera mano y ella, adormecida, confiada y descalza bajó las escaleras de la casa hasta llegar al garaje. No hubo ni un atisbo de conjetura por su parte, quizás porque el sueño aún dominaba a la pequeña. La sentó en la silla de mimbre y madera y muy lentamente le fue colocando la cuerda gris, recia y tosca alrededor del cuello. Dejó uno de los extremos colgando por su pecho, después dio la primera vuelta, apretó ligeramente y al llegar a la nuca le levantó la melena rubia y siguió enroscando. En la siguiente vuelta, se aseguro de que no hubiese ningún espacio respecto a la vuelta anterior, y repitió el ritual, apretó ligeramente y al llegar a la nuca le levantó de nuevo la melena rubia. Pese a que el cuello de la pequeña era tierno y fino, ya no hubo espacio para una tercera vuelta, así que al llegar a la altura de la oreja derecha, sin armarse de valor, porque no lo necesitaba, dio el apretón final, rompiendo así su virgen cuello e inundando la sala de aquella melodía escalofriante compuesta por un sinfín de huesos quebrados.

1 comentario:

  1. Como indica el relato en su última línea, el relato es escalofriante, conseguido por el contraste entre un principio apacible y un final aterrador.

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